Armados de escudos y palos, los jóvenes de la «primera línea» de las protestas en Chile llevan consigo sobre todo ira. Con parafernalia casera de Marvel protagonizan desde hace casi ocho semanas una batalla urbana contra la policía, en la que son «héroes» para algunos y «vándalos» para otros.
El 18 de octubre estallaron las protestas y se instaló la polarización exacerbada. Unos ven la muerte de un país donde otros ven un renacer, unos viven las manifestaciones masivas como un festín mientras otros sufren un caos dirigido por encapuchados anarcos que retan a los Carabineros y delincuentes que saquean todo a su paso.
«Estamos aquí hasta que hayan soluciones reales a los temas que se están planteando desde un comienzo y que los del Gobierno se han hecho los locos», dice Matías detrás de su antifaz con lentes y un escudo metálico. No es anarco ni lumpen ni ladrón ni niño abandonado por el desprestigiado Servicio Nacional del Menor (Sename).
En la primera línea coinciden todos esos perfiles. Pero también hay muchos estudiantes universitarios de clase media que se sumaron a las filas del ala más violenta de la crisis que atraviesa Chile. Comparten frustración y resentimiento.
«El hecho de que nosotros existamos en primera línea permite la manifestación pacífica, porque sino ellos (los Carabineros) estarían acá» y hubieran dispersado a todos con los gases, afirma Matías, de 27 años, endeudado tras dejar la carrera de veterinaria. Mezcla bicarbonato en una botella con agua para soportar las bombas lacrimógenas.
En Santiago, una ciudad con marcas de deterioro y apagada, una gran mayoría rechaza los saqueos y robos (más de 95% según Cadem), pero después de tantas semanas siguen expresando un apoyo contundente a las demandas sociales del movimiento Chile Despertó (cerca de 70% en Cadem, 85,8% según Desoc/Coes).
Perplejos
La primera línea se ubica a dos cuadras de Plaza Italia, bautizada por el movimiento Plaza Dignidad, epicentro histórico de las protestas y donde el 25 de octubre más de un millón de personas se autoconvocaron en redes sin dirigentes para legitimar las demandas de un mayor bienestar social.
«Los valientes» (para unos), «los cobardes» (para otros) pican la calle para sacar pavimento, destruyen paradas de buses para obtener varas de metal y portan botellas para hacerlas volar hasta que exploten cerca de un uniformado. Si eso pasa gritan y aplauden.
«Esta situación nos ha dejado a todos los chilenos perplejos», explica Matías Fernández, sociólogo y académico del Instituto de Sociología de la Universidad Católica.
Recuerda que la violencia de personas a cara cubierta contra la policía forma parte del repertorio de la política de protesta desde los tiempos en que movimientos de izquierda se enfrentaban al régimen de Pinochet (1973-1990), y ha sido una figura «romantizada» por ciertos grupos.
«Sin embargo, la violencia que ha experimentado el país desde el 18 de octubre no tiene precedentes en democracia. Ambos elementos, la violencia y su respaldo, son distintos, pero es posible que hayan crecido en conjunto y por causas comunes», indica Fernández.
Van de superhéroes
Uno de los jóvenes chilenos que protesta vestido de superhéroe.
Al principio, usaban como escudos antenas parabólicas, señalizaciones de calle, puertas y partes de sillas saqueadas de restaurantes, pero a medida que se fue extendiendo el conflicto la primera línea fue mejorando sus «armas».
Con símbolos del Capitán América, Iron Man y el Hombre Araña, empezaron a portar guantes de obreros para lanzar las piedras, luces láser para apuntar a los Carabineros, cintas para tumbar postes y anteojos para cubrirse los ojos ante los más de 350 casos de heridos oculares graves por perdigones y bombas lacrimógenas.
Un joven «capucha» asegura que van a cesar «cuando se produzca la disolución del país». No da su nombre, tiene 25 años y se jacta de estar tirando piedras «desde muy chico».
Un manifestante disfrazado de El Jocker durante una protesta en la capital chilena.
En medio de los dos bandos, el de rebeldes de entre 14 y 30 años y policías antimotines, hay admiradores que han llegado a tocarles con el saxo «El derecho de vivir en paz», del cantautor local Víctor Jara, asesinado por la dictadura, mientras avanzan unos pasos más atrás de la primera línea.
Andrés Ramírez, un comerciante de 52 años que por la crisis hace de Uber con su Mercedes Benz, indica que «hay gente que se está aprovechando de los encapuchados para cometer sus fechorías», aunque aclara que apoya el movimiento de protesta pacífica.
«Los robos, la destrucción, no son esos los ciudadanos que quieren que el país cambie para bien», dice Ramírez.
Según el sociólogo, por una parte «ésta es una generación de jóvenes que no creció en dictadura, y que no tiene el temor a la policía ni la añoranza de un orden de democracia formal, que caracteriza a muchos de quienes vivieron la dictadura».
Y por otra, estos «hijos de la democracia no sienten que este sistema lleno de fallas e injusticias en el que viven sea algo por lo que deban dar las gracias. Para los jóvenes, tener elecciones regulares es un dato tan incuestionado como tener aire que respirar».
Todo se debate desde las antípodas, así un veterano en sus 65 años grita en plena faena: «Estos son los cabros (jóvenes) más valientes que ha parido Chile».
Fuente: El Universo