Un día de enero de 2017, encadenado, custodiado por dos agentes estadounidenses, a bordo de una avioneta en la que había embarcado tras abandonar la prisión de Ciudad Juárez, el Chapo Guzmán vio un aeropuerto por la ventana y preguntó a dónde lo llevaban. “Bienvenido a Nueva York”, le respondió en español uno de los agentes.
Desde aquel día, según sus abogados defensores, el Chapo no ha vuelto a respirar aire fresco. Apenas ha visto la calle. Los tres meses de juicio, que terminaron el pasado martes con un rotundo veredicto de culpabilidad que probablemente hará que pase el resto de sus días en la cárcel, le proporcionaron al Chapo un breve paréntesis en el que pudo incluso sonreír a su esposa. A las 13.15 del martes, con la lectura del veredicto, el paréntesis se cerró. Quien fuera todopoderoso líder del cartel de Sinaloa regresó a la cárcel neoyorquina donde lleva dos años encerrado, a la espera de que en junio se decida su condena y se determine el centro penitenciario donde habrá de cumplirla.
Hasta entonces seguirá en el ala 10 Sur del Centro Correccional Metropolitano de Manhattan. Un mastodonte marrón enclavado en el sur de la ciudad, entre Wall Street y el exclusivo vecindario de Tribeca, cuyas condiciones de vida han sido descritas como peores que las de Guantánamo por un reo de terrorismo que habitó ambas penitenciarías.
El Chapo ocupa una habitación sin ventanas de la sección más segura de la prisión, compuesta por media docena de celdas, donde la luz artificial nunca se apaga y a cuyos inquilinos se les prohíbe salir al exterior. Abandona la celda una hora al día, que puede pasar en una sala cerrada de recreo con una bicicleta estática y una cinta de correr. La defensa del Chapo ha protestado por las condiciones del confinamiento de su cliente desde que llegó.
El veredicto del jurado deja pocas más opciones que una cadena perpetua. Después, el Gobierno deberá decidir cómo custodia de por vida a un peligroso criminal, que cuenta en su currículum con dos fugas de sendas prisiones de alta seguridad mexicanas.
“Por política interna y por motivos de seguridad, la Oficina de Prisiones no revela las instalaciones designadas para que un recluso cumpla su condena hasta que este haya llegado y haya sido puesto bajo custodia”, explica a EL PAÍS un portavoz del organismo público de prisiones.
Todo indica, sin embargo, y así lo cree la defensa, que el Chapo será trasladado a la prisión federal de alta seguridad ADX de Florence, Colorado, también conocida como “el Alcatraz de las montañas Rocosas”. Se trata de un centro remoto y aislado, junto a una vieja localidad minera al sur de Denver.
Aloja a 400 internos, algunos de los criminales más violentos del país, en celdas de dos por cuatro metros con un austero mobiliario de hormigón fijado al suelo. Pero, según explican los abogados de la defensa a EL PAÍS, la calidad de vida del Chapo podría mejorar: contará, aseguran, con una pequeña ventana al exterior de apenas 10 centímetros de ancho. Igual que en Manhattan, deberá pasar 23 horas al día en la celda. Pero durante los 60 minutos de recreo podrá salir al exterior.
El contacto humano es mínimo. La interacción con las visitas se produce a través de una pared de metacrilato. “Los prisioneros pueden pasar años sin tocar a otro ser humano”, según un informe realizado en la prisión por Amnistía Internacional. Los reclusos desayunan, comen y cenan en las celdas y, según el citado informe, pasan días enteros “escuchando solo unas pocas palabras”.
Hay un hecho, lamenta la defensa, que limita las posibilidades del Chapo de mejorar las condiciones en las que probablemente pasará el resto de sus días. Carece de un arma de la que sí disponían los compinches que desfilaron por la corte de Brooklyn para testificar contra él. A ellos se les ofreció cooperar con el Gobierno, a cambio de mejoras en sus condiciones penitenciarias o rebajas en sus penas. Al Chapo, no. “Es una sentencia de la que no hay escapatoria ni retorno”, resumió el fiscal Richard Donoghue.
El Chapo era un símbolo. El Gobierno convirtió su juicio en una reivindicación de la guerra contra las drogas. Había formas más discretas –y más baratas para el contribuyente– de condenar de por vida al Chapo: habrían sido suficientes menos cargos, menos testigos, menos pruebas. Pero se decidió tirar la casa por la ventana. “Hay quien dice que la guerra contra las drogas no merece la pena. Esa gente se equivoca”, concluyó Donoghue el martes, ante las decenas cámaras apostadas durante tres meses a las puertas del juzgado, que formaron parte del paisaje de Brooklyn y que ayer ya pasaron a formar parte de la historia.
EL JUICIO COMO PARÉNTESIS
Cuando el pasado 5 de noviembre arrancó el juicio, la rutina del Chapo se vio alterada. Salía de la cárcel cada lunes a las 6 de la mañana, tres horas antes de que comenzara la sesión, para evitar los atascos de la hora punta. Atravesaba el puente de Brooklyn en un furgón, rodeado de una caravana de vehículos policiales y sobrevolado por helicópteros, hasta la corte federal. El ruido de sus grilletes al chocar contra el suelo era la señal de que el Chapo entraba en la sala 8D, en la octava planta del edificio, donde se celebraba el juicio. Allí podía departir con sus abogados, ver a decenas personas y hasta saludar a su esposa, Emma Coronel, que acudió a la sala casi todos los días, en una ocasión acompañada por las hijas gemelas de ambos. En la cárcel de Manhattan, en cambio, sus interacciones humanas se limitan a los contactos con sus carceleros y sus abogados. Las dependencias del juzgado eran custodiadas por agentes federales fuertemente armados y perros adiestrados para detectar explosivos. Al concluir la sesión, por la tarde, el Chapo era conducido a los sótanos, donde era recluido en una doble jaula de seguridad. Allí permanecía hasta el jueves (el viernes no había sesión), día en el que regresaba a la cárcel pasadas las 20.00, para evitar la hora punta de la tarde.
Fuente: El País